25 de febrero de 2014

Tres notas complementarias


Julio Cortázar
1976


 I.

Sé que el término "fascismo" como lo empleo aquí no corresponde exactamente a su connotación histórico-política. El fascismo mussoliniano nace como un movimiento autónomo y soberano, a diferencia de los regímenes actuales de Chile o de Uruguay que solo pueden triunfar y mantenerse gracias a una total dependencia del imperialismo norteamericano. En ese y otros sentidos deberíamos contar con un término más ajustado a la realidad, pero a la vez cabe seguir empleando el de fascismo en la medida en que "por debajo" de las condiciones históricas, esos regímenes responden a las mismas pulsiones del fascismo italiano y del nazismo alemán: la misantropía, el desprecio y el miedo.

II.

Vivir en Francia es una buena plataforma de observación para apreciar conductas individuales y colectivas que se pretenden motivadas por la libertad, la justicia y el respeto de los derechos humanos, pero que en un plano irracional ponen de manifiesto latencias sádicas y en último término fascistas. Me ha interesado seguir de cerca, reuniendo toda la información posible, los grandes procesos criminales de los últimos 20 años en Francia; este interés, basado al principio por razones tan simples como las del doctor Samuel Johnson ("soy un observador de la naturaleza humana, señor"), se fue apartando pronto de los actores principales del caso, víctimas o asesinos, para concentrarse en los que a su vez se concentraban en torno al proceso, público en general, periodistas y lectores de la prensa, asistentes a las audiencias, comentarios de café, de TV y de salón comedor. Después de haber vivido las reacciones públicas frente a procesos célebres como los de Monsieur Hill, Fesch, Buffet y Bontemps, y ahora el de Patrick Henry, es posible un esbozo de síntesis que confirman una vieja y conocida certeza: en este país y en cualquier país, la ejecución legal no es un acto de justicia sino de miedo. No al ejecutado, por supuesto, sino a cualquier disrupción que empiece más allá de la puerta de la calle; miedo al vecino, miedo a todo lo que vive y se agita en la ciudad y en el país y en el mundo. Un miedo que casi siempre se ignora como miedo y que se manifiesta en el plano consciente como voluntad de orden, de disciplina, de respeto a valores axiomáticos. El hombre es el lobo del hombre, y el hombre tiene miedo del lobo y su miedo lo lleva a ser lobo, lo lleva a aullar en francés o en italiano o en español y a reclamar con perfecta racionalidad, con total sujeción a las leyes y a los derechos humanos, que un asesino sea decapitado o colgado para que la ciudad duerma esa noche más tranquila, más segura, más fascista.

Acabo de ver fotografías del público reunido frente al tribunal de Troyes, que juzgaba a Patrick Henry, asesino del niño que había secuestrado para obtener un rescate.. Contrariamente a todas las presunciones (a todas las esperanzas, sería mejor decir) el jurado de Troyes tuvo el increíble coraje de hacer frente a la opinión pública y admitir circunstancias atenuantes que en un segundo cambiaron la guillotina por la prisión perpetua. Las fotos muestran a los vecinos de Troyes enterándose del veredicto: madres de familia, ancianos jubilados,, jóvenes estudiantes, burgueses y obreros y pequeños empleados. Cada uno de ellos es un lobo frenético de rabia, aullando su odio y su decepción, insultando a una justicia que ha osado quebrar las reglas del juego. Nadie tiene miedo, desde luego, nadie será ya amenazado por Patrick Henry. Nadie es fascista, desde luego, se está en la derecha liberal o en el centro liberal o en la izquierda liberal. Se asiste una vez más al escamoteo total de la verdad, a un juego de cartas en cada baraja sustituye otra, la disimula y le cambia el valor. Esas caras son máscaras de caras que son máscaras de caras y así hasta lo más hondo, y en lo más hondo está el hombre en una sociedad que hace de él un lobo y que lo lanza a la calle con la cara de un hombre que debe denunciar y exterminar a los lobos para que los hombres puedan dormir tranquilos.

III.

La reciente "liberación" de un sector de la juventud en Occidente ha suscitado los ditirambos de quienes ven en ella un signo de derrota del liberalismo y del capitalismo como mantenedores de una estructura social de defensa (de defensa propia, por supuesto). Lo que no parecen haber observado es que en muchos sentidos  ese sector de la nueva generación parece haber quuebrado las murallas de la ciudad para ganar los bosques, allí donde el aullido tiende a reemplazar a la palabra.

Un sábado por la noche en el centro de París o de Londres es una renovada tentativa semanal de por lo menos instalar el bosque en la ciudad. Hombre y mujeres de 16 a 25 años convergen como por convenio tácito hacia la manada, el "gang", la pandilla. Ver desfilar esos grupos sin fuerza económica (apenas el dinero para el cine y los tragos, o a veces con el pobre lujo de las motos y los blusones de cuero), es asistir a una errancia agresiva y estúpida; rebels without a cause, la mirada vacía y las bocas entreabiertas a la manera de los cantantes de rock. Gritos, gesticulaciones, carreras sin objeto; de golpe puede ser el ataque la destrucción y el pillaje allí donde se dé la mínima oportunidad, corredor de metro o calle mal protegida. Esos muchachos, lumpen cultural de una sociedad en descomposición abierta, actúan desde un resentimiento perfectamente justificado, reaccionan frente a un sistema que los explota y los humilla a la vez que despliega ante ellos, pobres Tántalos, la deslumbrante vitrina de esas ciudades-tiendas de consumo que son, "inter alia", Londres o París o Amsterdam.

Desde luego y dentro del cuadro urbano, esos jóvenes no incluyen a quienes se sitúan en la trayectoria obligada de las clases pudientes, con arreglo a la secuencia "educación-carrera-instalación en uno de los alvéolos previstos", y aún menos a los que provienen de medios políticos proletarios o pequeñoburgueses de definición socialista: grosso modo, la derecha y la izquierda urbanas se encauzan a sus nuevas filas en una disciplina por lo menos exterior que no amenaza las murallas de la ciudad. Los otros, incapaces de reflexión política (lo que supone reflexión ética y una conducta coherente) actúan como lo que simplemente son: seres abandonados, frustrados, vegetando en un "antes" de cualquier cosa que puediera situarlos y esclarecerlos, en otros términos humanizarlos en el sentido de pertenencia (el famoso to belong británico).

De esos grupos que no "pertenecen" se nutre, está históricamente probado, la primera etapa del nazismo. Todo lo que supone desborde, venganza (per se, contra lo que no es pertenencia) tienen asegurado de antemano el concurso de lo que los bien pensantes llaman "la plebe". Llenar las vitrinas de la ciudad con transistores o motocicletas deslumbrantes es invitar a la primera piedra y al pillaje, contra eso la policía y en último término, a la hora de la sangre, los jueces y la pena de muerte. O bien el Hitler que los hará pasar de víctimas a verdugos, de humillados a "superhombres".

¿Qué alternativa ofrece por su parte la sociedad capitalista? El trabajo, el ahorro, la compra a crédito: un día tendrás la moto y el transistor, trabaja y espera. Pero los sábados por la noche no son favorables a la paciencia o a la sobriedad; el odio al más favorecido, el desprecio al semejante, el miedo al que golpea y encarcela o la ciega obediencia al "duro" y al demagogo. Hobbes debió formular su axioma en plural para mostrar inequívocamente la pérdida del individuo en esa manada, la pérdida del hombre en los lobos. El fascismo ya está ahí, espera su brazal y su consigna y su botín.